En una oficina vi a una muchacha que tenía un empleo
seguro y me dijo que su papá era abogado. Me contó una anécdota que la
hizo reír. Yo le dije que también era abogada y me dijo un ¿sí?, sin interés,
como quiera yo le empecé a hablar de mí, de mi caso pero ella vio a una amiga y
se fue a hablar con ella. Sentida, miré hacia afuera. Estaban dos jóvenes. La
muchacha había sido mi alumna en la Barberena. Preguntaron por una mujer. Yo
les dije que quizá si la conocía. Les pregunté si no era una mujer ya grande,
que se pintaba el cabello de rojizo. Ellos me miraron con ciertas dudas.
Pero yo les insistí
en que era esa mujer. Les dije que ella había enfermado y que al parecer la llevé a curar, un señor que estaba por ahí me abrazó y me dijo todo
emocionado y sollozante que era una mujer piadosa y buena. El señor no olía
bien, y me sentía algo renuente a demostraciones de agradecimiento, me
volvía débil, pero ese señor era sincero.
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